Recuerdo las natillas en mi infancia como si las hubiera comido a diario. Y en realidad, todo lo contrario. Si cierro los ojos, soy capaz de teletransportarme al sofá gris de estampados florales negros de mi antiguo piso, veintilargos años atrás, y evocar el olor al despegar la tapa. Parecía guardar la respiración y operar como buena cirujana para llevarla a la boca y dejarla impoluta. Todo con la dedicación requerida, sin prisa, sin interrupciones, con ese disfrute que pocas veces somos capaces de apreciar cuando nos hacemos grandes. Entonces abría el cajón de los cubiertos y buscaba la cucharilla más pequeña, esa que solo usaba para ocasiones como estas. Con el paladar aún gustoso de vainilla, llenaba, a lo sumo, 3/4 de esa pequeña cuchara y la disfrutaba todo lo que pudiera alargar su estancia en mi boca. #Foodporn . Ya te digo. Podría vivir en el recuerdo de esas natillas que hacía eternas para que no se terminaran nunca. Mi hermano, al contrario, agarraba la cucharilla...