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Mostrando entradas de 2022

Del verbo querer

Prefiero el otoño. Prefiero un atardecer naranja. Prefiero andar descalza. Prefiero los besos por la espalda. Prefiero no perderme en la semana. Prefiero cantar “Prefiero” que inventarme una. Prefiero comer con las manos. Prefiero poder elegir. Prefiero tener más ganas que miedo. Prefiero no despedirme. Prefiero madrugar. Prefiero a mi gato a las personas. Prefiero los juegos de mesa. Prefiero reírme de mis desgracias. Prefiero el pelo despeinado. Prefiero el silencio largo al ruido de mis pensamientos. Prefiero las arrugas a disimular. Prefiero los Baileys con hielo. Prefiero no perder el control. Prefiero pájaro en mano que cientos volando. Prefiero manta y sexo y de la peli no saber el final. Prefiero las fugas disociativas que quedarme y aguantar. Prefiero descubrirme cada día. Prefiero la lluvia bajo techo. Prefiero el olor a mandarinas. Prefiero crecer en lodo que en tiesto. Prefiero saber empezar. Prefiero escribir a contar.

Alicia

En los primeros meses del 1993 mi madre aún no fumaba, pasaba más tiempo del que yo estaba acostumbrada en casa y en su barriga crecía la vida de una forma casi tan mágica como la imaginación de un niño. Tenía 5 años y mi madre 32. Me gustaba la idea de que mi madre tuviera esa barriga grande que le impedía salir a trabajar. Supongo que me gustaba tenerla más tiempo para mi hermano y para mí y, además, la ilusión que irradiaba por lo que venía en camino, hacía sombra a todos esos lustros que ella aparentaba de más y que ya estaba acostumbrada a percibir en mi madre. La televisión encendida de fondo mientras merendaba un bocadillo de pan, aceite y azúcar. Habíamos llegado hacía muy poco de clase y yo seguía con el uniforme del colegio puesto. Mi madre, después de prepararnos la merienda, se había dejado caer en el sofá con los pies en alto, sobre una silla, cansada pero satisfecha por un día más prácticamente terminado con éxito. Desde el otro sofá, yo paseaba la vista distraída por las

Aprieta, pero no ahoga.

CJ tenía unos atardeceres impresionantes. Si miraba a la izquierda veía el azul del cielo cada vez más oscuro, si miraba a la derecha, los tonos anaranjados, a veces rosáceos, del día que se despedía en ese silencio tan cómodo de la urbanización casi fantasma donde N vivía. Se sentaba en uno de los escalones del porche con su pijama de coralina y su bata o su camiseta publicitando cualquier cosa y allí dejaba, durante un breve espacio de tiempo, de rascarse compulsivamente el cuello. Las golondrinas y otros pájaros cruzaban el cielo sumergidas en sus rituales diarios y sus perros ladraban a los que se posaban en alguno de los árboles del patio. Allí sentada dejaba caer su cabeza humeante entre el hueco de sus manos y permitía que el caos fluyera a sus anchas sin importarle una mierda si el mundo tal y como lo conocía terminaba reventando en algún momento de la película.  Bajaba el volumen de esa radio mental que la bombardeaba con las noticias catastróficas de la jornada. La tristeza y

. .-. .. ... IV

 Apretó los ojos con fuerza e intentó aferrarse inútilmente al suelo. La vibración se hizo tan fuerte que pronto estaba suspendida a tres palmos del suelo. El techo voló con todo y al abrir los ojos solo pudo ver alejarse de aquella ventana que se hacía cada vez más pequeña entre la nada.  Le siguió un silencio que le resultaba familiar. Topo ya había flotado antes, ya había sentido la ingravedad del que viaja lejos de casa en un proceso de replegamiento introspectivo.  En el camino sintió cortar hilos rojos que la conectaban con humanos, soltar palabras escondidas guardadas en cajas de cartón, vio sus miedos precipitando y agarrando la punta de los dedos con fuerza para viajar con ella. Se vio sacudiendo y sacudiendo, pero no consiguió librarse de todos los que ya se sabían las mejores técnicas de alpinismo anatómico. Por el camino, perdió momentos atesorados en pequeños tuppers y al verlos alejarse casi pierde el rumbo intentando recuperarlos.  Soltó varias toneladas de muchas cosas

. .-. .. ... III

Un murmullo, casi imperceptible, hizo a Topo pegar la oreja al suelo intentando localizar qué hacía vibrar la tierra, despidiendo, despacio, a sus pies del subsuelo y desenterrando consigo la curiosidad del que lleva esperando que algo cambie demasiado tiempo.  Las hojas verdes de sus dedos temblaron apoyadas hasta dejarse caer. Observó sus manos, humanas de nuevo, sus pies perdiendo raíces y sus costillas abrazando a un pecho que galopaba nervioso. 

. .-. .. ... II

En todo este tiempo de espera, hubo quien se sentó a sus pies, aprovechando la sombra que daba su copa en los meses más duros.  Tener humanos cerca la reconfortaba. A veces los escuchaba parlotear sin parar mientras se dejaba tocar por dentro. Sentía la vida como si fuera normal, una de tantos billones de personas que habitan la canica azul, como si gran cosa.  En otros momentos se dejaba querer, mucho pero no tanto, poco pero lo suficiente. Perdía las bragas y jugaba con las espuma de las olas que rompían por sus ramas. A veces le gustaba probar la sal de otras costas y casi siempre, cuando se iban, sus ojos la devolvían para dejarse las ganas secando al sol.

. .-. .. ...

En la Tierra, con los codos apoyados en el alféizar de su ventana, Topo vio dar tantas vueltas al Sol que el musgo brotaba en sus dedos, las raíces de sus pies abrieron el suelo y la sujetaron tan firme que las estaciones trepaban por ella como hormigas en fila , brotando en primavera y dejándola desnuda en el invierno.  Las golondrinas anidaban en su ombligo y el jolgorio la mantenía distraída de una búsqueda de nunca supo qué ni jamás supo hasta cuándo. No recordaba cuánto llevaba sembrando recuerdos en un manto oscuro con bordados brillantes que centelleaban en Morse. Tomaba notas mentales, con el ceño fruncido, esperando la señal que la devolviera a alguna parte. 

La boda de Lala

Bajar la Avenida de Madrid subida en un par de andamios no parece un plan tan espectacular como cuando le sumas el salir con la hora justa y tienes que ir luchando por llegar a la parroquia en vertical y sin haberte derretido por el camino, con un bolso complicado y sosteniendo los bajos del vestido para no pisarlo. Siempre me ha gustado Lara Croft y su afán aventurero, que no se diga que yo no puedo. Siempre he considerado las iglesias como lugares fríos hasta en verano. Tal vez hace demasiado tiempo que no pisaba una -ni falta que hace-, pero ayer el sol quemaba tanto que más que invitados a una boda parecíamos los invitados a la casa de verano del de ahí arriba. Eso sí, sin piscina, sin pelotas de Nivea, sin ropa fresquita, sin el vaso helado en la mano, sin diversión,...pero con esos clásicos ventiladores que dan vueltas, remueven el aire y enfrían el sudor en tu cara. El "ahora me levanto y ahora me siento" me recordaba los grados cada vez que tenía que despegarme el ves

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     Las sillas de madera de los viejos autobuses, apoyando la cabeza en el cristal y susurrando una constante "A" que vibraba y me distraía durante el trayecto. Colocar los pies en la pared, hacia arriba, imaginando que era capaz de caminar por el techo de gotelé y ver el mundo al revés. Apoyar la cabeza en el regazo de mi madre cuando al salir del cole me cogía en brazos y "escucharla por dentro" mientras charlaba con otras madres. Colocarme el babi como una capa los viernes al salir de clase e ir acelerando por el camino para que cogiera soltura. Hablar con mi hermana a través de la boca de mi madre, creer que recordaba nuestras conversaciones el primer día que la vi.  El olor a tabaco en la ropa de mi padre cuando me llevaba dormida en brazos a casa. Los bocadillos de nocilla a media tarde, viendo "Sailor Moon" o "Dragones y mazmorras", o cualquier serie que dieran en "La Banda del Sur" a esas horas. Aquel campamento en un pueblo de

Cuarentena

Tan solo me habían durado tanto los paquetes de Donetes durante la cuarentena, cuando una vez por semana salía a hacer la compra y escondía en el bolsillo del carro mi premio en forma de Donetes por exponerme al exterior y cargar como una mula con todas las cosas por la cuesta del Tiro. Eran otros tiempos, tan solo han pasado dos años, pero eran otros tiempos.  Ha sido una semana larga, confusa y medio triste. Un paquete de Donetes, tres magdalenas, cuatro mini kit kats y tres bolas de Maltesers han sido mi alijo de droga mala para superar emocionalmente este bache físico-mental del que aun no me siento del todo fuera.  Creo que he llorado más en la recta final de abril que en todo lo que llevamos de 2022, al menos 4 días en los últimos 9. Me he leído Maus, las viñetas de Macanudo y un par de capítulos de El Evangelio (Elisa Victoria). Me he terminado The Office, Heartstopper y empezado a ver The flight attendant y la segunda temporada de Undone. He visto la final de pádel femenina y l

The final cut de los Floyd

Imagen
 A veces me imagino sentada en el suelo de mi antigua terraza, con la espalda apoyada en los barrotes de la barandilla y el sol haciéndome entornar los ojos. Sombra se acerca y se pasea entre mis piernas justo antes de encontrar el espacio perfecto entre su silencio y el mío y dejarse caer. Me hace volver de ese color pardo rojizo del interior de mis párpados y noto que me empieza a sobrar el pijama de coralina. Siento el calor de ese final de invierno acariciando con ganas mi cara y pidiendo el resto. Soy capaz de dibujar mi pasotismo quitándome la ropa allí mismo, dejándome tocar por algo más que un vacío repleto de un murmullo que ahí no escucho cuando los Floyd susurran su Wish you were here . Respiro lento, me lleno de aire los pulmones, los huesos, los poros. Estoy en bragas en una terraza donde puedo ser vista por varios vecinos que, al igual que yo, están confinados. Mira, que le den a los vecinos. Que le den a la pandemia. Que le den a mi padre. Que le den a mi familia. Que l

Echar raíces

Mi abuelo materno era un hombre pequeño, de la tierra, práctico. Lo recuerdo cantando, bebiendo, cortando el pan con su navaja de cortar todo y trabajando la tierra de sus parcelas. Era jefe de obra, él hizo la casa desde los cimientos y construyó los patios, sembró hortalizas y árboles que luego, a su vez, han dado frutos.  En los inviernos de mi infancia llegaban los camiones de leña a la puerta de su casa y mis primos, mi hermano y yo, nos encargábamos de recogerla. Como hormiguitas bajo su atenta supervisión la llevábamos hasta el patio, debajo de las escaleras que daban a otra de las terrazas de la casa. Terminábamos llenos de tierra y con algún que otro arañazo en las manos de las astillas de los troncos. Mi abuelo nos daba dinero en base a dos cosas: la edad y lo que nos colgara entre las piernas. Obviando esta pequeña injusticia que nunca, ni en mi más temprana edad llegué a comprender, me encantaba terminar cansada, con las manos magulladas y sucia hasta las cejas.  También di

Un poquito na' más

Necesito un abrazo de veinte segundos, ver feliz a la gente que quiero, dormir desnuda y sin despertador, soñarme bien, no volverme un lunes ni pensar en ello el viernes. Necesito aflojar el ritmo, dejar de contar euros, encontrarme en alguna parte, reír con el corazón y querer hasta con los dientes. Necesito aparcar los tengo, los miedos y la culpa y revolcarme un poco más en los "tampoco pasa na'".  Me apetece una montaña con vistas a más montañas, una playa en sudadera mientras otro día se acaba y una cama compartida cuando todos empiezan. Me apetecen buenas caras, Sombra en mi costado, Harry Potter un domingo por la tarde y compartir la manta en el sofá.  Tengo ganas de terminarme un libro, de escribir mucho y sin sentido, de montar en bici y comprobar eso de que no se olvida. Tengo ganas de caminar sin rumbo en una ciudad que no conozca, mirar un mapa de papel, tener el móvil en modo avión y perderme. Pero tampoco mucho.