Las botas

Hace unos días que abro el cubo de la basura y ellas me miran. Sí, están ahí y me juzgan porque las he tirado y no he hecho el balance que se merecen. Ellas, que me han acompañado durante cuatro largos otoños e inviernos. Ellas, que me han llevado a tomar café, al trabajo, a casa de mis amigas, de mi madre, de paseo por Granada, Madrid, por Málaga, Huelva...por donde me haya movido. 

Es lo que tenemos las pobres, que no tenemos en el banquillo a otros pares esperando según los pantalones que luzcas, valorando enormemente que sean tan cómodas y calentitas las que llevas. 

No me he atrevido a echarles basura encima. Cada vez que abro el cubo, las veo tumbadas de lado con cuidado y una sensación extraña de culpa y arrepentimiento me invade. No sé, se había despegado parte de una de las suelas pero, ¿y si tuviera fácil arreglo? ¿Y si las estoy tirando demasiado pronto y podrían haberme aguantado un invierno más? Me miran y me dicen que las anteriores a ellas, las primeras que tuve, las aguanté más y las despedí sobre un contenedor pensando en alguien que lo mismo les podría hacer falta, a pesar de estar muy desgastadas. La verdad es que en cuestión de dos horas de paseo, las botas habían desaparecido y me imaginé que alguien se las había llevado para terminar de fundirlas. Tuvieron un final feliz, al menos en mi imaginación. 

Estas botas, las que me recriminan desde el cubo de la basura, fueron las primeras que me compré yo misma. Me costaron cerca de 70 euros y me pareció una fortuna, pero eran "de las buenas" y mi pareja de aquel entonces me ayudó a interiorizar que era una inversión y que me duraría otro puñado de años. Y así ha sido, se han portado demasiado bien mucho tiempo y yo ahora las llevaba teniendo desde hace un mes guardadas en el armario mientras me paseaba con las nuevas Camper de 100 pavos que me he comprado. Otra inversión, pero...¡ay! es demasiado dinero, demasiado nombre. ¿Soy la misma? ¿Me estaré volviendo muy sibarita? Es verdad que sigo teniendo un par y no más, pero a veces siento que traiciono o piso sobre lo sembrado de cuna, que me agarro con fuerza a ello porque no quiero que se me olvide de dónde vengo, el valor de las cosas, incluso de lo material. No quiero formar parte de la rueda consumista en la que prima lo bonito sobre lo cómodo, el nombre sobre el origen, la cantidad sobre la calidad... No quiero perder el vínculo con la niña que heredaba ropa antigua de su hermano y de sus primas, la superviviente social que agradecía tener uniforme en el colegio y la que hoy le escribe a las botas viejas agradeciendo los kilómetros de vida recorridos.

Supongo que toda esta intensidad es porque cada vez que abro la basura y ellas me miran, me recuerdan muchas más cosas de las que te imaginas, y a veces más de las que soy consciente. Y está bien así. 

Pero no vale anclarse, no-vale-anclarse. 

Agradecer y soltar, ¿no?


Esta noche las tiro.

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