El día que pisé una oruga
Superábamos los 30º, aunque mientras atravesaba la recepción de la resi con mi pijama rosa no era realmente consciente de la temperatura del exterior, salvando algunas pistas que me indicaban que se aproximaba la primavera: el exceso de luz natural que entraba por la puerta de cristal y los ventanales, el Ventolín preparado en un bolsillo y un grupo de enormes y peludas orugas que se estaban colando por debajo de la puerta. No me gusta la primavera, no me gustan las orugas, no me gusta matar bichos -ni tan siquiera los que me caen mal-. Pero ahí estaba yo: feliz, confiada, sobrada y dispuesta a expulsar a esas malditas orugas de allí como si aquello para mí fuera casa. Y lo hice. Pisé al menos a una docena de orugas y a base de pataditas con mis zuecos azules eché los cadáveres al patio. Recuerdo el orugacidio perfectamente, después de aquel día sucedieron tantas cosas y sucesivas en torno a mi salud que señalé el día como un golpe de humildad kármica que me recordó por dónde piso y...