Echar raíces

Mi abuelo materno era un hombre pequeño, de la tierra, práctico. Lo recuerdo cantando, bebiendo, cortando el pan con su navaja de cortar todo y trabajando la tierra de sus parcelas. Era jefe de obra, él hizo la casa desde los cimientos y construyó los patios, sembró hortalizas y árboles que luego, a su vez, han dado frutos. 

En los inviernos de mi infancia llegaban los camiones de leña a la puerta de su casa y mis primos, mi hermano y yo, nos encargábamos de recogerla. Como hormiguitas bajo su atenta supervisión la llevábamos hasta el patio, debajo de las escaleras que daban a otra de las terrazas de la casa. Terminábamos llenos de tierra y con algún que otro arañazo en las manos de las astillas de los troncos. Mi abuelo nos daba dinero en base a dos cosas: la edad y lo que nos colgara entre las piernas. Obviando esta pequeña injusticia que nunca, ni en mi más temprana edad llegué a comprender, me encantaba terminar cansada, con las manos magulladas y sucia hasta las cejas. 

También disfrutaba removiendo la tierra del huerto hasta cuando las herramientas me superaban en altura, hundiendo las rodillas en la tierra y recogiendo rábanos, acelgas, cebolletas,...y de paso desenterrar caracoles, escarabajos, lombrices y toda la vida subterránea que se abriera paso entre mis dedos. 

Recuerdo a mi abuelo supervisando nuestro trabajo, nos enseñaba a labrar, nos corregía y luego se sentaba en los bloques de hormigón apilados al final del huerto. Allí se ponía a cantar y me lo imagino disfrutando al ver a sus nietos imitando con orgullo su pasión por la tierra. 

No sabía estarse quieto mucho rato, le encantaba trabajar y beber. Era exigente con los demás y no aceptaba que le recriminaran nada. Era un pejiga que a veces parecía conforme con la vida y otras tenía que mirarla después de beberse hasta el vino blanco de las comidas. Mi abuelo a veces no aguantaba a mi padre y lo criticaba, pero era tan grande su ego que no podía odiarlo mucho rato, porque rechazarlo a él suponía señalar sus propias taras. Se parecían demasiado en muchas cosas. Mi padre también lo criticaba a menudo, aunque él lo hacía para hacer daño a mi madre.

Cuando mi padre dejó mi casa, me quedé con un cuarto lleno de herramientas, botes de pintura y tintes, retales de cables, repuestos y piezas de cosas como antiguos grifos o tuberías, antenas, enchufes,... Cuando después de eso tuvimos que mudarnos a casa de mis abuelos, ya sin ellos, me llevé todo ese cuarto a la cochera donde mi abuelo almacenaba su propio arsenal de restos de trabajos pasados. 

Había heredado dos cementerios repletos de la esencia más pura de cada uno. 

Me he pasado toda la vida admirando ese espacio vital que supone trabajar con tus manos, materializar el esfuerzo mental traducido en algo palpable, visible. 

Querer una pared blanca y pintarla blanca. Necesitar luz en una terraza y tirar metros de cable y colocar un enchufe y una lámpara. Que la cisterna tire agua y seas capaz de cambiarla y que cese el goteo. Que el frigorífico deje de enfriar y encontrar la forma de hacerlo funcionar de nuevo. Esto lo aprendí de mi padre.

Querer limones y plantar un limonero, tener paciencia y dedicarle tiempo, riego, podarlo las veces que lo necesite, protegerlo de las plagas, de las hormigas. Querer rosas y elegir el sitio perfecto para plantar un rosal, cuidarlo y verlas crecer, cortarlas antes de que marchiten y adornar el salón con ellas. Querer huevos y hacerte un gallinero donde criar gallinas, alimentarlas y protegerlas. Esto lo vi de mi abuelo.

Siempre he pensado que tanto mi padre como mi abuelo eran líneas rectas, simples, prácticas. Hasta ahora pensaba que éramos opuestos y que el cordón umbilical que nos unía era esa parcela donde te salen ampollas en las manos, pelas cables o desentierras hortalizas. Para ellos una forma de ser y para mí una forma de salir de mi cabeza satisfactoriamente. 

Ahora me pregunto hasta qué punto era realmente una forma de vida o el mismo mecanismo de supervivencia que desde pequeña a mí me servía para todo. Lo mismo no eran tan simples, ni tan líneas rectas. Tal vez era la manera de poder serlo durante un rato, el que pudieran o necesitaran y salir de ahí dentro. Su manera de entender que hay cosas que sí eran capaces de arreglar, cuidar o mantener. Algo que les pertenecía, que controlaban y que les daba una paz que no eran capaces de entender de otra manera. 

Algo que a mí también me pasa.

Ahora que soy consciente de esa posibilidad, de ese parentesco, me pregunto en qué lugar del mundo plantaré yo mi limonero.

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