Aprieta, pero no ahoga.

CJ tenía unos atardeceres impresionantes. Si miraba a la izquierda veía el azul del cielo cada vez más oscuro, si miraba a la derecha, los tonos anaranjados, a veces rosáceos, del día que se despedía en ese silencio tan cómodo de la urbanización casi fantasma donde N vivía.

Se sentaba en uno de los escalones del porche con su pijama de coralina y su bata o su camiseta publicitando cualquier cosa y allí dejaba, durante un breve espacio de tiempo, de rascarse compulsivamente el cuello.

Las golondrinas y otros pájaros cruzaban el cielo sumergidas en sus rituales diarios y sus perros ladraban a los que se posaban en alguno de los árboles del patio. Allí sentada dejaba caer su cabeza humeante entre el hueco de sus manos y permitía que el caos fluyera a sus anchas sin importarle una mierda si el mundo tal y como lo conocía terminaba reventando en algún momento de la película. 

Bajaba el volumen de esa radio mental que la bombardeaba con las noticias catastróficas de la jornada. La tristeza y desesperación de su madre, el descontrol desmedido y la ausencia de su padre, la despersonalización propia de la supervivencia y el estado de alarma galopando por sus venas... Durante unos minutos todo quedaba flotando, en suspensión, como la escena final de El club de la lucha cuando todo se derrumba pero no pasa nada. El resto de las horas que tenía el día, peleaba con la frustración metiendo en su mochila los rollos de papel del baño de la universidad para usarlos en casa, se desplazaba entre las paredes de casa con farolillos solares, calentaba agua para ducharse a diario, le cogía tirria a la sopa y a las croquetas, se desvinculaba emocionalmente de los humanos y se rascaba, se rascaba compulsivamente el cuello.

La vida empujó a N y a todos los protagonistas de la historia a salir forzosamente, con lo puesto, a la búsqueda de un escenario nuevo con aires menos asfixiantes. Y lo lograron. 

Tardó en relajarse, en confiar. Tardó en adornar las paredes y en sentirse en casa, su nueva casa. Pasaron un par de años donde los pulmones volvieron a recibir un aire que casi ya no podía pasar por su garganta, con la piel llenita de marcas y señales de unos dedos toscos y poderosos. Tardó pero se recuperó y, entonces, otra vez, la vida volvió a apretar y N volvió a llevarse las manos al cuello.

Nueva mudanza, nuevo escenario, nueva estrategia. Decidió, por necesidad emocional, que aquello sería casa desde el primer momento. Adornó las paredes con recuerdos y la terraza de su cuarto con plantas. Sombra facilitó el proceso de adaptación y se convirtió en sus pulmones, en ese ancla que la mantenía cerca del resto de las cosas que importan. 

La vida y sus ciclos, los ciclos y la vida....y la certeza de que esos ciclos no son iguales para todos los mortales. Y aprieta, aprieta y no tan fuerte como otras veces pero sus manos están cansadas de pelear con esos dedos que la asfixian. Por un momento admite una posible derrota y se deja arrastrar por un par de blister de lorazepam. 

Y por fin suelta. Respira. Retoma la vida con desconfianza y le pasan cosas buenas. Sale de aquella casa por su propio pie, ¿quién lo diría? Spoiler: ella no. Sale sin empujones, sin manos que la aprieten sino con una sosteniendo la suya. Y todo va bien. La vida no empuja, solo la lleva por donde quiere, obligando con cariño a tomar decisiones no siempre fáciles, pero con remedio. Pasan cosas y la vida sienta a N, por fin, delante de un espejo. Se cae, duele, suelta, salta, intenta sacudir, se llora y sana. Parece que sana. Aprieta el culo y continuamos para bingo. 

Se extraña de notarse flotando en un mar en calma, dejando que poco a poco piense por sí misma en las decisiones que debe ir tomando, los cambios que quiere y necesita, esbozar el siguiente paso sin prisa, porque quiere, sin presiones. Entonces vuelve el picor en el cuello, al principio parece poca cosa y no quiere preocuparse pero al pasar las semanas se disparan las alarmas. Botón de supervivencia pulsado y las sirenas dejándola tan sorda y ciega que solo resuena un "otra vez, no quiero", "otra vez, yo paso", "otra vez". También escucha los "si necesitas algo, cuenta conmigo", los "no te preocupes, ya vamos viendo", "si necesitas algo, dímelo". Los escucha y lo agradece, pero sí, se preocupa y sí, lo sabe y es un alivio, pero lo que le pasa es que es "otra vez" de nuevo y no quiere más.

Se han pelado los cables, N vuelve a estar triste, apática, desconectada, asustada y cansada. Y sola.

N vuelve a sentirse sola aunque no sea así, porque aunque estén ahí, tampoco encuentra las palabras ni la forma de que salgan, sea como sea, por su garganta. La despersonalización de la supervivencia.

A veces ya no se echa mano al cuello, a veces le da igual ahogarse y otras simplemente pasa porque sabe que de esta tampoco se muere, de esta también se sale.

Y sadrá.

Aunque ahora no sepamos cómo. 

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