Alicia

En los primeros meses del 1993 mi madre aún no fumaba, pasaba más tiempo del que yo estaba acostumbrada en casa y en su barriga crecía la vida de una forma casi tan mágica como la imaginación de un niño.

Tenía 5 años y mi madre 32. Me gustaba la idea de que mi madre tuviera esa barriga grande que le impedía salir a trabajar. Supongo que me gustaba tenerla más tiempo para mi hermano y para mí y, además, la ilusión que irradiaba por lo que venía en camino, hacía sombra a todos esos lustros que ella aparentaba de más y que ya estaba acostumbrada a percibir en mi madre.

La televisión encendida de fondo mientras merendaba un bocadillo de pan, aceite y azúcar. Habíamos llegado hacía muy poco de clase y yo seguía con el uniforme del colegio puesto. Mi madre, después de prepararnos la merienda, se había dejado caer en el sofá con los pies en alto, sobre una silla, cansada pero satisfecha por un día más prácticamente terminado con éxito.

Desde el otro sofá, yo paseaba la vista distraída por las distintas escenas del momento. Una tele haciendo ruido ambiental, mi hermano absorto en ese ruido, sentado a pocos centímetros de la televisión, mi madre paseando la mano por la barriga, como esas embarazadas de las películas, y yo, espectadora analítica sin saber muy bien a qué momento quería corresponder.

Me animé a acercarme a mi madre, me senté a su lado y me recibió con una sonrisa. Me limpié con el dorso de la mano el azúcar de la comisura de los labios y le pregunté:

- Mamá, ¿por qué te acaricias la barriga?

- Acaricio al bebé, hace un momento tu hermana me ha dado una patada.

- Anda, ¿y no le regañas?

- Es muy pequeña, al moverse da pataditas, no lo hace para hacerme daño.

En ese momento mi mundo interno se despertó, imaginé a un bebé grande encerrado bajo las costillas de mi madre e inquieto por comunicarse con el exterior. No veía las tripas, los pulmones, el estómago…. Veía a mi madre como una estructura ósea cuya barriga estaba completamente acaparaba por una criatura y el espacio justo para que pateara y se colocara en distintas posiciones.

- Y si le acaricias, ¿lo sabe?

- Claro. Mira, pon la manita aquí.

Posé la mano encima de su ombligo, tenía la piel tirante y su barriga era redondeada. Del miedo curioso pasé a la curiosa necesidad de saberlo todo, y me imaginé el resto.

Mi madre puso su mano sobre la mía y entonces supe que esa sospecha de vacío orgánico materno era real: su interior era el pequeño habitáculo de mi hermana y estaba dispuesta a compartir mis averiguaciones.

- Hala, mamá, está aquí, ¡me está tocando con su mano por dentro!

- Ah, ¿sí? Seguro que está contenta de que estés aquí.

- ¡Claro! Y quiere hablar conmigo ¿Me dejas que hable con ella?

Mi madre asintió, sostenía con cariño mi mano y parecía haber entrado en mi juego infantil donde cualquier cosa podía pasar. El calor de su piel, la suavidad de sus manos, el olor a cosméticos que tanto me gustaba de ella y un semblante poco común de felicidad sacaron punta al lápiz de mi imaginación y continué lo que para mí era la primera conversación formal con mi hermana pequeña.

- ¡Hola! ¿Me escuchas bien? Mamá, abre la boca.

- ¿Para qué quieres que abra la boca?

- Pues ¿para qué va a ser? No me escucha si tienes la boca cerrada.

Accedió y abrió.

- Hola, yo también me alegro de escucharte, ¿cómo estás? Llevas un montón ahí dentro, ¿cuándo vas a salir? ¿y cómo te vas a llamar? ¿Y por qué das patadas a mamá? ¿Y tú sabes cómo me llamo? ¡Hala! Ten cuidado trepando así, ¡a ver si te vas a caer!

A mi madre le dio por reír y así terminamos esa conversación. Mi hermana volvió a su sitio y mi madre no pudo evitar preguntarme por lo que acababa de pasar. Le expliqué que me había parecido verla asomar un poquito, pero la garganta, al ser tan pequeña, no dejaba ver la cabeza que, obviamente, era más grande que ese pequeño espacio. Le señalé la parte más alta del esternón mientras la ilusión se disparaba en mis ojos narrando cómo mi hermana había trepado su pequeño cuerpecito por las costillas de mamá para arrimarse a la boca y así escucharme y contestarme mejor. Le conté que sabía cómo me llamaba, que era su hermana mediana y que ya mismo saldría, pero que estaba súper calentita y no le apetecía demasiado.

Mi madre sostuvo un poco más mi mano entre la suya y, por primera vez, sentí que mi imaginación crecía conforme ella la necesitaba, retirando tantos lustros de sus ojos que dejaron ver, como demasiadas pocas veces, la madre que amaba a sus hijos por encima de cualquier batalla que daba por perdida.

Lo que no sabe y nunca he contado es que cuando mi madre accedió y abrió la boca, un hilo rojo pasó desde mi pecho hasta el suyo, pasando por las gargantas y anudando su corazón al mío. Capaz de sostener vaivenes, zarandeos, y los cambios de marea.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Hazte pajas positivas

Libreta. 4 de junio de 2023.

Querida Yo