White Noise

Escucho un zumbido tan hueco que aparta a su paso. Ya no puedo atender las conversaciones de las personas que me invaden, ni de las que me rodean. Sonrío, asiento y, ante las caras de incertidumbre, me escondo antes de tener que explicar que no estoy entendiendo de qué va el cuento. 
A veces los pájaros superponen sus cantos sobre la gente bien del barrio obrero, camino con las manos en los bolsillos y los ojos en los aviones que garabatean el cielo. De bonito se empañan mis dedos y se secan los párpados, el zumbido deja de ser ruido y se convierte en el azul infinito sobre mi cabeza. 
He perdido la voz. Ya no canto con el pecho, he dejado los susurros para otros tiempos y ya no discuto. Joder, ya ni siquiera discuto. Los labios están cosidos en desaires, los argumento ya no pesan ni los encuentro en la maraña de mi pelo. 
A veces floto en el tiempo y reconozco las dudas en ese pozo negro que eran sus ojos mirando la televisión apagada. Mi padre sentado en la cama, con la cabeza pesando sobre los nudillos de sus manos entrelazadas y el zumbido extendiendo sus ramas por el suelo, pasando entre mis pies y ocupando todo como una mala tirada en Jumanji. Mi padre, sordo por el ruido en su cabeza y mudo, a saber por qué. 
Y yo, que de diferente lo escuchaba todo, a todos. De diferente yo cantaba, sin saber hacerlo, susurraba cuando se hacía de noche y discutía, me encantaba discutir de cualquier cosa, hablar y ensanchar el pecho. 
El sueño de la otra noche me dijo que de diferente no tengo mucho. Que empatamos en miedo, que me miro al espejo y mis canas son las que adornaban su cabeza, mis bolsas las que envejecían su cara y el pozo en los ojos que son las sombras que me llevo de herencia.
Hoy no sé cómo cerrar el texto, no sé si me da más miedo un punto seguido o un punto final.


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