No quedan días de verano

Recuerdo esos veranos con dedos arrugados, la piel de gallina secando entre chapuzones y unos pulmones agotados de tanta felicidad.  El calor apretaba en esas mañanas de verano y mi abuelo nos llevaba a la piscina municipal: el mejor lugar del universo.

Nos despertábamos los primeros y preparábamos nuestras mochilas con olor a cloro. Escuchábamos a nuestra abuela repetirnos cada día que no entrásemos a los vestuarios sin chanclas porque unos bichos malos llamados hongos se nos pegarían a los pies y nos los mancharían para siempre. Cogíamos los bocadillos y emprendíamos la ruta. Recuerdo los abonos de cartón, al señor de la entrada haciendo un agujerito por persona y nuestra carrera hacia el interior. Siempre éramos los primeros, el césped olía a mojado y buscábamos nuestro rincón habitual, cerca de la piscina de 5 metros. 

Siempre quise evitar la ducha previa al primer zambullido. No entendía eso de tener que mojarme antes de volver a mojarme. Cuando pude evitarlo, me hice la loca y al primer despiste saltaba al agua como si nunca hubiera tenido que salir de ahí. Me lanzaba con todo. La vida era el agua entre mis rincones, el sol reflectado en la superficie haciendo encoger los ojos para que no doliese. Bajaba buceando mirando a través del azul y el silencio acoplado y jugaba a sentarme en el suelo hasta no poder más y dejar que la inercia invertida tirase de mí obligándome a subir. Pulmones aguantando y llenándose de plenitud casi a estrenar. El sabor del cloro en los labios.

A mi abuelo le encantaba nadar en la piscina grande. La piscina era menuda, cuadrada, pero honda. Tenía un trampolín a un lado que, aunque estuviera abierto, nosotros teníamos prohibido usar, al igual que nadar en esa piscina. El vigilante hacía la vista gorda porque conocía a mi abuelo. Conociendo esta excepción privilegiada, saltábamos desde la orilla y en esta no esperábamos llegar al fondo. Estábamos lejísimos, no se llegaba a ver y el agua estaba más fría que en ninguna parte del mundo hasta ahora conocida.

Jugábamos a ponernos a prueba, a ser invencibles, interminables, inexorables. Las leyes de la física estaban para ser redefinidas por nuestros pequeños cuerpos arrugados que sentíamos ilimitados. Nos agarrábamos por turnos a la escalera de la piscina infinita y la escalábamos hacia abajo, intentando alcanzar un fondo que no llegaba nunca. Los pulmones apretaban, los oídos empezaban a doler, pero no queríamos ser los primeros en rendirnos y dejarnos subir. Esos ya no puedo más no iban seguidos del fondo, sino de una subida a la superficie que era innegociable. Ojalá todos los momentos límite fueran seguidos de esa fuerza invisible que irremediablemente te saca a la vida en su forma más amable.

No recuerdo el día que empecé a cerrar los ojos ni a taparme la nariz para tirarme a la piscina. No encuentro ese día en el baúl de mi infancia. Solo sé que empecé a tener miedo a que el cloro me invadiese las cuencas de los ojos, los pulmones, la garganta. Tener miedo a no respirar, a vomitar cloro, a los ojos irritados y al dolor insoportable de cabeza. Empecé a temerle a esos bichos de los vestuarios, a la oscuridad, la presión en los oídos, a no tener tiempo, ni fuerzas, ni esa mano invisible que te agarraba las costuras de la derrota y te brindaba otra oportunidad de ser infalible un día más.

Solo entiendo que el miedo me hizo ir agarrada al borde de la piscina y a construirme y convertirme en un ancla que no siempre consigo levantar para dejar ir una vida a la que ya no pertenezco. Un ancla emocional que lleva tanto tiempo cumpliendo su función que cuesta descifrar si es óxido o piel muerta donde empieza ella y yo termino. No recuerdo el momento en el que el miedo me puso la zancadilla y se me olvidó que sabía nadar, confundiendo el ancla tantas veces, tantos años, que solo me queda aferrarme a ese superpoder olvidado que me hacía infinita cuando era tan pequeña. Aprender a soltar la escalera, las personas, los momentos, los lugares, las emociones. 

Entender que fui el ancla tantos años porque mi piscina, mi superficie, eran turbias y hasta el aire se hacía pesado y que dejar de serlo, supone soltar, que duelan los ojos, agotar los pulmones y desentumecer los músculos encallados para alcanzar, en algún momento, a romper la superficie y que el sol atraviese cada miedo y los aísle en pequeñas burbujas de agua que secarán y harán cosquillas al escurrir por mi cuerpo arrugado. Saborear el cloro con la punta de la lengua mientras recupero años de aire no caduco, extasiada, pero a flote. 

Como cuando era pequeña y la vida se me iba en ser la primera en romper la inmovilidad del agua en calma, sin importar nada más que vivir sin ser consciente de estar haciéndolo jodidamente bien. Innegociablemente viva.


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