Alicia.

Hoy he tenido una regresión. Alicia ha vuelto a entrar en mi vida atravesando la puerta que va desde ese sillón verde con olor a humor negro de la que asume su próxima ausencia y caramelos de café, donde un día nos conocimos, hasta el despacho del centro donde repito cansinamente y repito cansinamente y repito cansinamente.


El pecho nota el puño despertando con brío a esa Alicia que me cuenta sin espejos ni tapujos quién es y lo poco que le queda. Despierta en mí sus últimos vaciles a esa muerte que la mira de frente y ese cáncer, maldito cáncer, que se come sus pulmones pero jamás el brillo de sus risas ni la melodía de sus ojos. 


Hoy entró Alicia en el cuerpo maltrecho de Mercedes. Otro bicho le come los pulmones y mientras espera mi cantinela una llamada le cuenta que la radioterapia tiene ya su marca en el calendario. Mercedes se encoge y se sobrecoge y mira de refilón a su hijo buscando una mano invisible que sostenga sus dudas. Su hijo se expande sin moverse y la envuelve en un caparazón armado de espinas. 

Alicia ahora es el intento de Mercedes de hacer desaparecer las emociones bajo un manto irónico que cae por su propio peso. Me viene a la mente el día en el que Alicia decidió perseguir al conejo blanco huyendo de la reina cuando ya lo había dado -todo- por perdido. Retomó una terapia que se habían encargado de hacerle creer que no serviría para nada. Y sirvió. Y también dejó su cuerpo vacío para hacerse infinita en mi recuerdo. Ese recuerdo que me empuja a sus últimas palabras y su sonrisa que me decía que ya no hacía falta buscar al conejo con prisa, porque ella no estaba llegando tarde a ninguna madriguera. 


Alicia se quedó a vivir en cada golpe que mis entrañas sienten en alerta con todas esas Mercedes que me quede por conocer, como un guiño del cuento que no siempre lleva su nombre, pero siempre me cuenta de Alicia. 

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