Re-sentimiento

Mi padre nació en febrero del 61. Sé que no era el pequeño ni el mayor de sus hermanos, pero tampoco podría señalar su posición dentro de su familia. Todos sus hermanos hombres, menos uno, son alcohólicos al más estilo español, al igual que su padre, mi abuelo. Él nunca habló de su padre, tampoco habló de su madre. Mi padre realmente no hablaba de nada que implicara un recuerdo emocional asociado a un momento de su vida o a una persona. Sé que de pequeño era rubio por una foto de comunión que guardaba en casa, pero tampoco he visto ni escuchado nada más sobre él hasta que conoció a mi madre. 

La historia de cómo conoció a mi madre sí que la recuerdo contada de su boca. Fanfarroneaba orgulloso de cómo bajó a la feria y se apostó con sus amigos una botella de loquesea a que se ligaba a mi madre en los coches locos. Y ganó. 

De pequeña jugaba a peinar a mi padre, a veces incluso lo afeitaba. En una mano él sostenía una cerveza y mientras veía la tele, yo mojaba el peine en agua e intentaba domesticar la mata de pelo que a veces se dejaba crecer en exceso. No hablaba conmigo, pero me dejaba estar cerca y yo con eso tenía suficiente. 

Normalmente olía a charcutería, a bar, alcohol y por supuesto a tabaco. Un combinado tan único que ese olor de todo mezclado sólo podía ser él. Para mí la paternidad tenía ese hedor.

Le gustaba fumar y cantar en el coche. Le daba igual no saberse las letras, siempre canturreaba el final de cada palabra y con eso era feliz y nosotros nos reíamos. 

Mi padre llevaba una foto nuestra en la cartera. A veces se la cogía de la mesita de noche y la miraba, pensando, tal vez, que era la señal más evidente de que mi padre nos (me) quería. No se sabía la fecha de nuestros cumpleaños, ni la edad que teníamos, mucho menos el curso al que íbamos o el nombre de alguno de nuestros profesores. No sabía cómo se llamaba mi mejor amiga, ni si algo iba mal en mí o en cualquier parte, tampoco sabía si iba bien. 

Mi padre nunca me felicitó por nada, nunca me dio una palmadita en la espalda ni demostró orgullo por mis logros. Tampoco me reprendió o castigó. De hecho, jamás participó en la educación de mis hermanos ni en la mía. Si mi padre brilló por algo, fue por su ausencia. 

Lo he visto llorar dos veces. Una después de morir mi abuelo, apoyado en la mampara del baño cuando pensaba que no lo miraba nadie. En silencio. La otra el día que perdió los papeles y mi hermano tuvo que echarlo de casa antes de que llegara a pegar a mi madre. Ese día lloró con una rabia de esas desesperadas que dan miedo, de esas que olvidas que en la calle se han asomado los vecinos para ver qué pasa y estás tú y tu familia y la mierda expuesta mientras todos miran, sin hacer nada.

Los momentos más felices de mi padre los recuerdo siempre con una rubia detrás de otra en la mano, la lengua trabada, mi madre avergonzada y nosotros, sus hijos, intentando ser tan buenos como invisibles y compensar el bochorno de la situación. 

Mi padre caía bien a la gente, lo apreciaban incluso siendo un desastre en el trabajo. Iba bebido y mal dispuesto, pero o daba igual o no lo notaban. Los domingos de resaca cuando había inventario, sacaba los papeles y le ayudaba con la calculadora. Me gustaba, como cuando lo peinaba, sentir que existía un poco.

Lo he visto dormir abrazado al váter, o tirado en el suelo del baño con una manta. Se ha inventado accidentes, enfermedades, hospitalizaciones, intentos autolíticos y ha abusado de la mentira y de la patraña a unos niveles que alcanzan lo ridículo. Ha roto cuadros, vasos y platos estampados contra la pared, puertas y espejos. Ha destrozado y tirado nuestros juguetes cuando éramos pequeños después de que mi madre lo dejara en evidencia solo para no ser el que peor se sintiera ese día después de una borrachera.

Mi padre ha hecho cosas que sólo él, mi madre y yo sabemos, porque mi cuarto pegaba al de matrimonio y los niños lo escuchamos todo, hasta con los ojos bien apretados debajo de las sábanas. Mi padre seguramente solo supo que lo sabía cuando testifiqué en su contra en los juzgados. Y sabiendo que es verdad, seguramente me tachó de mentirosa.

Mi padre siempre ha tenido mucho más de lo que ha merecido, al contrario que mi madre. Hasta que un día perdió. Y cuando perdió, yo perdí el control sobre cómo actuaba mi padre. 

Cuando uno es niño no espera nada porque se supone que no hay nada de lo que preocuparse, porque ya se preocupan los mayores por ti. Supongo que aprendí a defenderme de los vacíos jugando a la autosuficiencia y el control. No podía llorar, porque para eso ya estaba mi madre, no podía enfadarme, porque para eso ya estaban los dos. No podía despreocuparme, porque no había donde cobijarme. Aprendí a anticipar los acontecimientos, las peleas, las repercusiones, a esconder juguetes o a mostrar indiferencia cuando los tiraba a la basura. Aprendí a cortar cables dentro de mí para proteger mi estabilidad mental, a mi madre, a mi hermana, a mi casa. Aprendí de la narrativa desde las gradas, a anticipar emociones, a cuidar, a ser un ancla con dificultades. 

Así fue como cuando pudo elegir, mi padre eligió perder a lo grande, arrasando y destrozando y con un "no podréis ir tranquilos por Jaén sin acordaros de mí". Y qué razón. Yo creía que lo tenía todo aprendido, trabajado, masticado y superado. Si mi padre no me quiere, no me quiere. Pero no.

Cuando pienso en mi padre no puedo evitar pensar en mí. Cuando pienso en mí, me cuesta no pensar en mi padre. Ahora que Nuria me obliga a explorar ese resentimiento vuelvo a tener miedo, porque desbloquearme va a suponer volver a esos días en los que mi cabeza aprendió a hacerse una casa del árbol dentro como trinchera, retroceder y aprender a bajar de ahí, aunque me deje las manos y las rodillas. Dejarme caer aunque en el suelo me encuentre conmigo, o con mi padre.

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