El sol de otoño en el deshielo, a través del cristal. Azules despejados y un gato sobre mis piernas.

Siento la amabilidad del tiempo muerto, de los brazos como paréntesis arropando prioridades. 

Con los dedos dibujas gorriones en el pecho que me llevan lejos, fuera del tiesto, fuera del cuerpo y a la vez tan dentro que descubro otro casi sin quererlo. 

Saco la bandera blanca y abandono esa casa del árbol en la que me había atrincherado. Flota el cansancio de otras batallas, suelto el fusil junto a la ropa y mojo mis huesos con esos cuentos que cuentan cosas y repito y vuelvo a repetir y otra vez más porque resuena la vida en braille y allí me dejo vivir a ratos. 

Y broto y crezco y revolotean por la azotea esos pájaros que vuelan con barro en el pico preparando sus inviernos.

Rescato de las cenizas nidos y de tu pelo biznagas. 

Susurros de viento hacen espuma de sal entre los cuerpos que se juntan como cuando echas de menos, y en un suave retroceso, los párpados se besan para que no se escapen 

las ganas, 

los pájaros, 

los vuelos. 

Para que no te acabes nunca.


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