Inflexión y deconstrucción

Llegado al ecuador del último mes del año no sé cómo sentirme. Me consuela (en verdad, no) que muchas personas se sientan igual o peor con este segundo año de mierda consecutivo a nivel mundial. 2021 queda guardado en mi cronograma vital del mismo color que 2018, 2014, 2011, 2006. Esos años que parecen pozos por donde te asomas y algo te empuja (Spoiler: LA VIDA) y vas cayendo a una oscuridad indeterminada que pronto te deja a ciegas mientras notas la humedad en los huesos, la temperatura bajando y el miedo de no saber cuánto más lejos se encuentra el fondo, que parece que llega, pero no.

La primera vez que tuve un año pozo convertido en inflexivo tenía tanto miedo que hice malabarismos para sostenerme por las paredes antes incluso de que la oscuridad total se hiciera evidente. Poco a poco, sumando años, cuando el fenómeno crisis existencial ha tocado mi puerta, he ido dejándome caer cada vez más como el que se deja morir un poco para ver qué pasa. Aunque llamarlo "dejarme caer", cuando realmente no tienes la fortaleza de cuando empezaste, es mucho decir. 

Llegamos hasta 2021. Precipitarme de bruces al fondo pero esta vez con ayuda (profesional) no sé en qué punto me tiene. Tengo el cuerpo más cansado y viejo que nunca y los miedos rodeándome como dementores esperando a darme el besito que me termine atrapando otro poquito más. Sin embargo, a pesar de que todo esto me descoloca, sé que esta vez fui yo quien decidió equiparse y tirarse de cabeza. 

Lo que no se cura bien, vuelve a doler, y yo sabía que no podía seguir mirando a otro lado después de toda una vida sintiéndome, como he dicho más de una vez, de prestado. En 2018, cuando terminó la guerra fría del 17, sufrí las consecuencias de la hambruna emocional, el reconocimiento de las mutilaciones, el sentimiento de pérdida y desolación y por supuesto: el trastorno de estrés postraumático. Perdí a la que por aquel entonces era mi pareja (mi mejor amiga, mi "yo, ya"), perdimos el piso, perdí a mi abuela, perdí el control de "la trama padre" y casi me pierdo a mí misma. Perder, perder, perder.... Perder hasta cuando supuestamente estaba ganando. El agotamiento mental hizo estragos y unas semanas después de morir mi abuela vino el colapso. El empujón al pozo. El llorar todos los días, incluso delante de gente. Dejarme abrazar y hasta pedirle a mi hermana que durmiera conmigo porque tenía miedo a quedarme sola con mi cabeza. Un mes con Lorazepam, B. tirando de mí cada día y poco a poco salir de allí de otra manera. Al final pasaron más cosas, dejé de notarme azul por la falta de oxígeno y terminé el año viendo(me) amanecer. 

Supirito intenso, parada dramática. Soltamos amarras y proseguimos con el relato.

Las secuelas del 17 no sólo se quedaron en el colapso del 18, pero después de aquello, la vida parecía que traía un aire más respirable, más limpio. 

En apagar el botón de superviviencia tardé unos años, y en ser consciente del ruido constante que no me deja dormir por las noches tuve que invertir otro par más y un trabajo de exposición real en una asociación de drogodependencia. 

El malestar creciendo, el ruido aturullando y yo, sentada al borde del pozo por el cuál me iba a dejar engullir, decidí que esta vez lo haría con ayuda y supervisión. Una vez más sentía que me estaba perdiendo y ser consciente me hizo tomar la mejor decisión para evitar un desastre mayor. Nuria puso la mano en mi espalda y con mi aprobación me empujó a soltar y saltar, de nuevo, a ese viaje introspectivo para salvarme. 

Nuria confía más en mí que yo misma, yo empecé a escribir esto a mediados de mes y he tenido que dejar pasar una semana entera para poder terminar esta frase desde un punto emocional más estable.

Supongo que, siendo honesta conmigo misma, el día que decidí ir a terapia estaba aceptando dos cosas fundamentales: 

1. Dejarme caer era algo inevitable y muy necesario.

2. Dejemos este punto en que necesitaría ayuda externa y pagada.

Me expuse. Y mi miedo dio miedo. Y me puse triste, mucho, y llegó la inflexión.

Y así es como llegamos a la recta final del año, en transición, en proceso deconstructivo para volver a subir ahí arriba sabiendo lo que hay aquí debajo. Debajo de la piel, de los huesos, debajo del óxido que no dejaba distinguirme del ancla. Debajo de los años y de sus capas.

Llego a oscuras, a veces creo que sigo cayendo y otras que ya camino por el fondo negro, descubriendo como el que estrena órganos nuevos en un cuerpo maltrecho. Un corazón con el plástico que lo recubría recién quitado y un acople con mi caja tonta que me tiene intentando traducir el libro de instrucciones, curiosa de tanto bien y tanto nuevo. 

Y así me saben las cosas. A soltar, por primera vez, el control de mandos y dejarme tocar. 


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