Vencejo

Estaba allí tirado, en mitad de la oscura carretera bajo la atenta mirada de aquellos humanos que entre cervezas escurren el peso de aquel vencejo que, con un ala completamente destrozada, lucha por volver a retomar el vuelo que ni con sus dos alas intactas podría volver a hacerlo solo. 

Decide cogerlo, no puede dejarlo ahí con esa ansiedad de supervivencia esperando que una rueda, otra, le pase por encima y termine con todo. Nota el calor y el color rojo entre los dedos y el incansable temblor. De tan bonito no puede morir, no así. Piensa en que antes de esta agonía el vencejo tuvo que tomar tierra en aquella calle concurrida y ser completamente ignorado a un par de metros de un bar por todas las miradas que como las que lo observaban antes esperando un innegociable final. 

Malditos humanos.

Al vencejo, por supuesto, hay que dormirlo. Antes de cambiarlo de manos lo vuelve a mirar. Qué poco sabe de aquellas aves capaces de sobrevolar nuestras cabezas en distintos idiomas y colores durante 10 meses de incansable viaje, durmiendo en pleno vuelo, bebiendo a ras con todo. Aquellas aves capaces de todo mientras no toquen suelo.

Vuelve a casa con la capa doblada en el brazo.

Pasan unos meses y uno de esos días de andar con la mirada en las zapatillas y el casco en las manos se encuentra a otro vencejo allí tirado. Otra carretera, más ojos que pasan de largo, otro par de alas imponentes que se agitan sin descanso allí en mitad. 

No, otra vez no. 

Sopesa la mejor forma de ayudar sin que empeore su situación pero no hay tiempo, viene un coche y se agacha para sostenerlo. Esta vez no hay rojo, le sobra vencejo de tan grande y tan bonito entre las manos. María de los Ángeles, esa mujer que parece la señora madre de aquellos pájaros, le explica que puede ser simplemente un golpe de calor o que de mayor se quedó rezagado o se perdió de su bandada, esperando morir. Qué poético todo, Noelia, otro que te regala el final de su vida mostrando lo ridícula que resulta cuando te llega el momento. 

Vuelve a casa con el casco en la mano.

Qué poco se sabe de sí misma, de su vuelo errático y frenético, de ese cansancio que de pronto le pesa en el pico y le hacen despegarse del grupo y perder al horizonte de vista. Y 34 años han bastado para estar a poco de tocar el suelo, como muchas otras veces, pero esta vez con la necesidad de hacerlo y el miedo de saber que nació gorrión y se volvió vencejo.

¿Y cuando toque suelo, qué?

 

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